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NI JUVENTUD SIN VEJEZ, NI INDIVIDUO SIN SOCIEDAD
Texto: Juan Francisco Blascone
Imagen: Fabián Martinez




La realidad es compleja, la vida cotiza, y cada muerto es algo más que un cúmulo de historias, algo más que un dato estadístico estacionado para siempre en una planilla de Excel. Pareciera ser que recién hoy comprendimos que la salud no puede escapar a las políticas públicas ni puede reducirse la tan denostada política a un discurso progresista pasado de moda. Médicxs, docentes, enfermerxs, auxiliares batallando, por fuera de toda lógica especulativa, vocación heroica que pone en alto la bandera del paradigma del cuidado.

Mientras nos abruman con supuestas discusiones televisivas, nos mal educan en la paranoia que, en cuestiones de vida o muerte, la ideología manda, las vacunas envenenan, los barbijos molestan y que el mundo debe regirse, como Darwin propuso alguna vez, por la supervivencia del más apto. A la larga, la insensible opinión pública debería hacer rendir cuentas al periodismo embustero, el boom de la desinformación constante es la contracara que resiste y niega un proyecto de país a largo plazo.

En estos días donde confundimos modernidad con progreso y nos pensamos más como seres virtuales que como seres humanos, tender la mano a un anónimo, es el gesto mínimo e indispensable que visualiza a la patria en lxs otrxs, el camino no es de derecha ni de izquierda, es el abrazo a la distancia, es apostar y arriesgar la creencia de que la salida debe ser colectiva.

No hundamos a la medicina en nuestra lógica miserable, en la razón calculatoria de hacer sobrevivir al ser joven y productivo y suprimir de un plumazo, como pañuelos descartables a tantxs abuelxs, dignos responsables de que hoy, estemos, seamos. Me niego a ceder, a aceptar esta famosa concepción del individuo que se atreve a pensarse a sí mismo sin sociedad, a esta juventud abúlica en su flojera de menospreciar la vejez y su huella.

Ante tanta imagen banal y payasesca, la memoria colectiva no debe olvidar que alguna vez los cacerolazos fueron el símbolo cruel del rechazo a las políticas del hambre de un pasado no tan lejano, y no la indignación de la gente que dice ser de bien. No pretendo la incredulidad de perseguir utopías que ya no existen, pero me gustaría creer que una vez recocida la carne de las ideas, no haya recoveco para verdugos escondidos detrás de caretas de castas y antifaces de libertarios. El siglo XXI debe estar a la altura, aún contra todo pronóstico individualista, que el sálvese quien pueda nos encuentre dando una mano.

En este presente prefacio a las enfermedades modernas, ojo con perdernos de vista ya que todo encuentro virtual supone un consecuente desencuentro real, necesario dada la coyuntura, por eso resulta imperioso actuar a la par, combatiendo la cultura del desvínculo. Saquémosle jugo a la virtualidad, obra y creación humana, siempre y cuando tanta pantalla no adormezca los sentidos, ni venda las emociones, ni relativice todo calor humano.

El Estado está, por tal, no puede reducirse a mero simbolismo de la realidad, sino que debe actuar, regulando las desigualdades estructurales, impulsando un nuevo orden, achicando las brechas que normalizamos todos los días. Parafraseando a Ricardo Aronskind, si nos debatimos entre ser o no ser, el Estado no puede ser reflejo de palabrerías gastadas y efímeras que se deshacen en la hipocresía de aparentar, el Estado no debe ser indiferente a la cuestión social.

En este tiempo histórico no quiero cerveza en vaso para lamentar penas y pérdidas evitables, carnicería común del mundo, fosa excluyente y exclusiva para los rezagados de la fila, ideales enviciados, acueducto sin fondo, putrefacción conocida. Detesto pensar el anunciado final del par, no quiero más al varón envuelto en el hombre que aguarda un futuro animal.

Que la sociedad no sea cómplice en la inconsciencia cotidiana del burgués, que no retroceda en su metamorfosis casi ineludible, trabajador trabajado mientras piense como un software y sienta como un hardware. Conversión advertida por la historia, déjà vu del mundo.

Para evitar lo ya conocido, necesitamos algo más.

Entre tanta ficción que asusta, resulta urgente un salto cultural, y sobre todo, que el Estado sea.


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