Atravesamos tiempos paradojales. Por si no lo teníamos claro aún, un virus invisible y silencioso vino a ponernos delante de nuestras narices lo increíblemente conectados que estamos. Sin embargo, también hizo brotar nuestro costado más individualista; exacerbando un ombliguismo que, sin ser nuevo, nos muestra como nunca antes las consecuencias de nuestros actos.

Al considerarnos individues nos ubicamos en el centro del mundo. Le individue se concibe desde la idea de voluntad: las cosas suceden porque yo quiero; derivando en dos grandes consecuencias igualmente nocivas. Podemos caer en un solipsismo sedentario que inhabilita la transformación; o bien derivar en un egoísmo, consciente o inconsciente, que no asume la responsabilidad de las consecuencias de sus actos en le Otre.

El individualismo está íntimamente ligado a la Meritocracia. Lo que tengo y conseguí se dio porque me lo gané, porque me lo merezco. Tengo un título universitario porque trabajé mucho para ello, pero el mérito no es únicamente mío. Haber podido alcanzar este objetivo fue, también, gracias a esa madre en Chaco que compra leche para sus hijes o le microemprendedor que con esfuerzo paga el monotributo. El individualismo les invisibiliza, dejándome a mí en el centro como único héroe de la historia. Del otro lado de la mecha, tenemos el concepto de persona.

Al considerarnos personas nos asumimos como partes de un engranaje mucho más grande. La idea de persona descosifica a les Otres desactivando los mecanismos del individualismo más puro. Una persona es por otras y para otras, y si ese Otre es parte de mí y yo soy parte de ese Otre la empatía nos da la posibilidad de trascender más allá de nuestro propio ombligo. Somos une en lo múltiple. Ponernos en los zapatos del otre debe ser una tarea cotidiana. Pero con esto solo, y hoy más que nunca, no alcanza. También debemos encontrar la manera de estirar el cuero cuando el zapato del otre ajusta o conseguir nuevos, cuando los que tiene la persona a nuestro lado ya no abrigan ni protegen.