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EL FIN DEL MUNDO YA LLEGO
Texto: Gastón Bravo Almonacid
Imagen: Fernando Romero




El COVID 19 reavivó una recurrencia histórica de la producción simbólica: el fin del mundo.

Lo vemos en películas, series de televisión y plataformas virtuales, desde juegos interactivos hasta lecturas tradicionales. No es nada nuevo. Distintos y trágicos episodios a lo largo de los siglos han generado esta incertidumbre, o más bien, la certeza del advenimiento inminente del fin de la humanidad.

Durante el siglo XX la gripe española, las guerras mundiales y cuatro décadas de guerra fría con la amenaza del hongo nuclear en el horizonte, despertaron inquietudes y plagaron ficciones y relatos de escenografías apocalípticas: muertos vivos, monstruos, ciudades atomizadas, invasiones extraterrestres, asteroides fulminantes, guerras, máquinas inteligentes que se rebelan y nos exterminan, en fin, un espectro muy amplio de calamidades en clave de drama, fantasía o humor.

Más atrás en el tiempo, observamos cómo las grandes transformaciones culturales, políticas y sociales a lo largo de la historia han promovido reacciones pesimistas y alarmistas sobre el futuro. Toda cultura y religión incorpora una proyección del fin del mundo.

La enorme diferencia, hoy por hoy, es que la posibilidad de acabar nosotros mismos con nuestra existencia y de hecho, con la vida entera en este planeta, es real. Nunca antes existieron condiciones que volvieran factible este hecho.

Ni la peste negra que exterminó a un tercio de la población europea, ni el genocidio de los pueblos originarios de América, ni la explotación cruenta de recursos o las innumerables masacres de tiempos pasados supuso un verdadero peligro a nuestra continuidad como especie o tuvo el suficiente impacto como para perjudicar el ecosistema con tanta gravedad que no pudiera recomponerse.

Hasta el peligro de una hecatombe nuclear, visto a cierta distancia, resulta bastante inverosímil como desenlace, aunque todavía no esté todo dicho.

Pero ciertos factores, menos espectaculares aunque enormemente significativos, a veces lenta, otras rápida y, esperemos, no de forma inexorable, ya están poniendo en riesgo nuestra supervivencia en la Tierra.

Lejos de la paranoia de las teorías conspirativas o la fantasmagoría de mitologías y profecías delirantes, no hace falta un análisis muy arduo para percatarse de que el crecimiento desmedido de nuestra depredación a escala mundial está generando un daño sin precedentes a la biología planetaria, con la consiguiente amenaza a nuestra propia subsistencia.

Es que el fin del mundo no está por venir, sino que ya llegó. Son muchas las señales que advierten que, sin un cambio radical en nuestro modo de vida a nivel global, pueda detenerse el colapso.

Es cierto que el avance científico y el desarrollo tecnológico permiten, por ejemplo, enfrentar con una vacuna al COVID 19, cosa impensada pocos años atrás, y ninguna intención tiene este texto de negar los beneficios de la ciencia. Pero también es cierto que en ninguna otra época un virus hubiera podido esparcirse tan rápidamente y afectar a la humanidad entera.

Es el extremo individualismo impuesto como sistema a escala global, y por ende nuestra incompetencia para compartir, administrar y aprovechar racionalmente los recursos, lo que nos compele a un nivel desmedido de consumo, absolutamente insoportable. El capitalismo solo se sostiene en la perpetua expansión, lo que es sencillamente inviable a largo plazo.

De nada servirán las campañas ecologistas, las alertas y advertencias, los cuidados, la preservación, el reciclaje, las energías alternativas, o cualquier otra propuesta paliativa sin un acuerdo transcultural y un cambio profundo que nos haga verdaderamente conscientes del otro y de lo otro, de la concreta finitud del lugar que habitamos y nuestra capacidad actual para definir, como nunca antes, el propio devenir.

Por supuesto, la potencialidad de dicha transformación es casi nula al momento. Mientras tanto, podemos seguir proyectando nuestras pesadillas en pantallas, en novelas proféticas y anuncios cataclísmicos. Nos hemos vuelto buenos en eso.

Quizás, de tanto representar el fin del mundo aprendamos a evitarlo, o será una forma de acostumbrarnos a la idea, aunque sin engañarnos. El témpano ya está a proa.


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