La crisis de representatividad y las conductas reaccionarias en la era de la posverdad
Texto: Gastón Bravo Almonacid
El estallido social en Chile en 2019 terminó de derrumbar el mito neoliberal del éxito del modelo chileno, basado en los supuestos logros de estabilidad y crecimiento cimentados por una macro-economía sin intervenciones estatales. En verdad, la pretendida “paz social” chilena no derivaba del conformismo de las masas por un extendido bienestar, sino del sometimiento ejercido por estructuras represivas heredadas de la dictadura en un país signado por la desigualdad y la marginación.
Como resultado, en atención a los reclamos, se inició el proceso de reforma de la Constitución, que rige desde 1980 y fuera promulgada por el gobierno ilegítimo de Augusto Pinochet. El 78% de la población se expresó a favor de esta reforma en el plebiscito nacional de 2020. Aparte, la convención encargada de redactar esta nueva Constitución es histórica en su composición, caracterizada por paridad de género y participación de minorías, quedando disminuida la representación de los espacios conservadores y su capacidad de bloquear los cambios.
Todo parecía encaminar a Chile a una renovación de carácter progresista, hacia una transformación que sacudiría el esqueleto anquilosado de su estructura de poder. Por eso, resulta de difícil comprensión el marcado crecimiento de la ultraderecha en las pasadas elecciones, quedando José Antonio Kast, candidato que reivindica abiertamente la dictadura militar, a tiro de la presidencia.
¿Qué motiva esto? ¿Cómo se pasa, en tan poco tiempo, de una convencional constituyente inclusiva aprobada por cuatro quintos del electorado al posible triunfo de la ultraderecha en las presidenciales?
Muchos hablan de la crisis de representatividad de los partidos tradicionales y la fuga hacia los extremos, o de nuevos agentes que capitalizan este desgaste y sacan provecho presentando alternativas pretendidamente anti-sistema y anti-política.
En este sentido, podemos considerar el antecedente chileno de la movilización estudiantil de 2011, durante la anterior presidencia de Piñeyra, que expuso las falencias de un sistema educativo excluyente y privatizado demandando igualdad de oportunidades y garantías de acceso a través de la gratuidad, bandera levantada por Michelle Bachelet en su campaña y posterior programa de gobierno.
Cabe señalar que, durante el primer gobierno de Bachelet, poco se había progresado en la materia, y en su segunda presidencia, si bien se hicieron algunos avances en respuesta a estas exigencias, fueron insuficientes y no implicaron un cambio profundo, persistiendo el Estado en un rol meramente subsidiario y enfrentando la propuesta de gratuidad un montón de filtros y obstáculos que impidieron su concreción práctica.
Esto podría explicar, entonces, cierta desazón de un amplio sector con la gestión de Bachelet, pero difícilmente explica la vuelta de Piñeyra al poder y menos que, en este segundo mandato, se suceda el estallido social y se inicie el proceso de la nueva Constitución.
Un pasito para acá, dos pasitos para allá. ¿Alternancia o bipolaridad? El proceso de desgaste, crisis y fuga no termina de condecir ni hacer comprensible este comportamiento sinuoso. Existen otros fenómenos aparejados, como la polarización, que conduce en las rectas finales a la aglutinación de corrientes y fuerzas y nos obliga a cuestionar cuán representativos de las voluntades, intereses y pertenencias de los distintos espectros y grupos sociales son los porcentuales en una votación.
Y a todo esto llegó la pandemia. Alrededor del mundo, sean de derecha, de centro o de izquierda, a los oficialismos les fue mal en elecciones. ¿Qué no dice esto? ¿Se trató de una evaluación negativa de las medidas adoptadas por los gobiernos ante la crisis sanitaria? ¿Por qué reaccionan así los electorados? ¿Se vota con convicción y claridad por una opción política o estamos frente a un comportamiento espasmódico? Pareciera tratarse de una deriva política, sin ningún tipo de anclaje o amarre. Estamos a merced de las mareas. Cabe preguntarse si simplemente los espacios políticos son incapaces de responder a las necesidades de la ciudadanía o estamos ante algo más profundo, ante la dificultad de las sociedades en proyectarse a sí mismas en esta era de la posverdad, de falta de asidero, de pérdida de coordenadas y tensión constante entre globalización y regionalismos, hegemonías y resistencias.
Un factor de suma relevancia es el creciente protagonismo de internet y las redes sociales en la construcción de sentido, exponenciado radicalmente por el virtualismo forzoso que supuso la pandemia. Al relato hegemónico de los formadores de opinión en los medios masivos de comunicación se le superponen, complementan o entretejen, los enunciados propagados desde las plataformas digitales. Las jerarquías y sistemas de valores se entremezclan y diluyen en un caldo ebullicente. La constatación de las premisas y la lógica validez de los argumentos se pierde en la oscuridad de los algoritmos que, a su vez, invisibilizan la identidad y voluntad de los agentes que pergeñan estas penetraciones.
Es entonces que aparecen estas nuevas facciones capitalizando la incertidumbre y fomentando, a su vez, el malestar en provecho propio. Estudian y entienden cómo deben convocar a la población ofreciendo respuestas puramente emocionales. Estimulan el recelo, la desconfianza, el hartazgo, y hasta el odio. En muchos casos, sus lineamientos políticos son poco claros, inconfesables o contradictorios, pero sus maneras son siempre exaltadas, extremas. Entre los emergentes más destacados, y que se han alzado con las riendas del Estado, encontramos las figuras de Trump en EEUU, Bolsonaro en Brasil y Bukele en El Salvador.
Lo también característico de estos nuevos espacios es que sus representantes, más allá de proponerse como alternativas anti-sistema, son financiados, o forman parte directa, de los mismos grupos de poder del statu quo imperante. Tal es el caso, por ejemplo, de los libertarios, que disponen del favor financiero de fundaciones e instituciones del establishment más conservador. Contando con estos apoyos y el fundamental auspicio de los medios, Javier Milei pasó de ser un histriónico personaje de polémicas a líder una concreta opción política, consiguiendo una importante cantidad de votos en las legislativas de nuestro país.
El problema es que esta oscilación, este mareo, esta pérdida de capacidad proyectiva y representativa, de sentido de pertenencia, reconocimiento e identificación de los propios intereses, puede terminar provocando un volantazo sin retorno. No sería la primera vez que la conducta reaccionaria, alimentada a su vez por el prejuicio, la desinformación o directamente la mentira, deriva en el alzamiento de facciones fanáticas, y con esto el peor de los escenarios: un conflicto bélico entre naciones y pueblos hermanos, donde precisamente los profetas del odio y propagadores de la violencia se sentirían a gusto, en su salsa, y podrían sacar todavía más provecho.
El chileno Katz muere de ganas de reeditar las viejas escaramuzas fronterizas con Argentina. ¿Qué pasaría si un bloque de extrema derecha en el continente se decidiera a iniciar una escalada de conflictos contra, por ejemplo, Venezuela? ¿Será posible la guerra? EEUU estará siempre dispuesto a sacar ventaja de semejante tragedia y patrocinará toda inestabilidad y zozobra.
En medio oriente, desde hace décadas, el fanatismo y la intolerancia son herramientas de una casta deleznable que somete a los pueblos a través del odio.